martes, 4 de octubre de 2011

La Daga de Cobre: Capitulo VII

Bienvenidos! “El río de luz era el limite entre lo conocido y lo por conocer, lo conquistado y el devenir, lo permanente y lo inestable”, dijo el poeta.
En el capitulo siete, el "Río de la Niebla"...
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                                                 VII

                                  El Rió de la Niebla

“El río de luz era el limite entre lo conocido y lo por conocer, lo conquistado y el devenir, lo permanente y lo inestable”, dijo el poeta.
El rió en si estaba tranquilo, cubierto de una capa de niebla húmeda y teñido de un gris melancólico. Cruzar por la margen del rio era una tarea realizable con tiempo pero el gaucho tenia prisa, así que usaron el dinero de Yolanda para alquilar un bote en una cabaña que encontraron. Cualquier otro hubiese dejado allí su montura o las hubiese mandado a traer por tierra a esperarlos del otro lado pero Tormenta se negaba a que naides, con excepción del gaucho, le pusiese la mano encima. Se marchó sola por el bosque, ya encontraría el camino ella sola. Ariel estaba preocupada por dejar a Marta. A diferencia de la cimarrona, ella era un animal pequeño y amaestrado pero, en un curioso reflejo de si misma y el gaucho; la mula le había tomado apego a la yegua y la seguía donde fuera. A puro portantillo, se fue siguiéndola.
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                                      VII

El Rió de la Niebla

“El río de luz era el limite entre lo conocido y lo por conocer, lo conquistado y el devenir, lo permanente y lo inestable”, dijo el poeta.
El rió en si estaba tranquilo, cubierto de una capa de niebla húmeda y teñido de un gris melancólico. Cruzar por la margen del rio era una tarea realizable con tiempo pero el gaucho tenia prisa, así que usaron el dinero de Yolanda para alquilar un bote en una cabaña que encontraron. Cualquier otro hubiese dejado allí su montura o las hubiese mandado a traer por tierra a esperarlos del otro lado pero Tormenta se negaba a que naides, con excepción del gaucho, le pusiese la mano encima. Se marchó sola por el bosque, ya encontraría el camino ella sola. Ariel estaba preocupada por dejar a Marta. A diferencia de la cimarrona, ella era un animal pequeño y amaestrado pero, en un curioso reflejo de si misma y el gaucho; la mula le había tomado apego a la yegua y la seguía donde fuera. A puro portantillo, se fue siguiéndola.
El viejo pescador les había advertido de cruzar el rio a horas de la tarde. Así como el Diablo se aparece a media luz en el desierto, lo hacen los fantasmas del río de las nieblas. Ni el gaucho ni Ariel le hicieron caso, ensimismados en sus pensamientos. Se fueron flotando despacio corriente arriba.
Ariel lloraba por sus amigos perdidos. Se sentía frustrada, triste, enojada con el gaucho pero más que nada, consigo misma. Se sentía inútil. Peor, débil. Odiaba sentirse débil. Apretó los puños con tanta fuerza que estos empezaron a sangrar. El gaucho entendía su dolor a la perfección pero no tenia nada que ofrecerle. Ninguna palabra de consuelo o aliento. Solo tenía su propio dolor y este no servía de ejemplo. Siguió remando corriente arriba, perdiéndose en la bruma.
                           * * * * *
Pasaron varias horas. Ariel no sabía si dormía o soñaba despierta, sus ojos no tenían expresión alguna. El gaucho había dejado de remar, confiando en el impulso de la corriente pero sin que lo notara, el bote se había parado, quedando clavado en el agua, rodeado de la densa bruma.
Orilla alguna era visible en ese espeso telón de humedad. El bote y sus pasajeros iban desapareciendo de la vista.
Ariel sintió que había vuelto a casa, a la estancia. Podía sentir el calor del sol del mediodía, el sudor en su frente al perseguir a las gallinas, la dulce canción de su madre mientras tejía mañanitas en la entrada, la cálida y pesada respiración de su hermana durmiendo a su lado, el barro en su rostro al jugar con su hermano, el viento en su cara al levantarla su padre, el olor a locro y puchero que salía de la cocina. Las lágrimas volvieron a juntarse en su rostro mientras corría hacia su familia. No notó que el agua empezaba a filtrarse en el bote.
El gaucho no sentía calor sino que el aire estaba como barriga de sapo. La nieve que se agolpaba en su hombros, el viento latigándolo con fuerza, la escarcha como sal en las heridas, los dientes castañeando, los brazos demasiado entumecidos para dar calor, las piernas flaqueando. Podía oír a los perros, los perros negros, rodeándolo, gruñendo, olisqueando el aire cargado de aroma a pólvora y sangre. Ya los había sentido en otras ocasiones, sus ladridos huecos y metálicos. Los perros negros, lobos oscuros salidos de la neblina mas espesa, venían a buscar a los difuntos; pero esta vez venían a por el. Estaba convencido de ello. El agua formó un charco a su alrededor, hundiendo ligeramente el bote.
Ariel sintió que unos brazos la rodeaban y para ella eran los de su familia. Su hermanita colgándose de su cuello, su hermano pegándole con los nudillos en la coronilla y sus padres apretujándola en un abrazo mutuo. Se sentía harta de felicidad y se dejó arrastrar por ese abrazo, hundiéndose en el agua.
El gaucho alzó la vista y el frío se hizo aun mas intenso. Docenas, cientos quizás de cadáveres desperdigados por el valle rocoso hasta donde alcanzaba la vista. Los perros negros, sus ojos llameando como si tuviesen el mismo Infierno en las cabezas, caminaban entre ellos, la mirada fija en el gaucho, enseñando los dientes ennegrecidos de carne muerta. Los cuerpos se apilaban sobre rocas y matorrales, algunos tenían atravesados bayonetas, otros sables; pero todos presentaban la misma herida mortal, una huella de arma blanca en el pecho, una mancha roja en el corazón. No eran sus compañeros, eran sus víctimas. El gaucho se miró la mano y encontró un puñal ensangrentado. Toda su ropa estaba bañada en sangre. Era tanta la sangre que chorreaba que formó un charco a su alrededor, que fue creciendo hasta volverse una laguna. El gaucho cayó de rodillas, hundiéndose en la sangre mientras el bote se hundía de igual manera. 
La madre de Ariel tomó su rostro entre sus manos para darle el beso de las buenas noches. Ariel cerró los ojos y lo esperó con gusto. Antes de caer definitivamente en brazos de Morfeo, atisbó algo que colgaba de la muñeca de su madre. Su madre siempre llevaba un rosario encima pero no era eso lo que  le llamaba la atención. Había visto esto antes. ¿Donde? No en su madre, en otra persona. En la muñeca de alguien más, en la del gaucho, si eso era. ¡El gaucho! El tenía un rosario similar que siempre llevaba consigo pero el suyo era diferente, tenia cuentas claro pero también plumas y cuero.
Ariel recordó al gaucho y los indios y la sangre y el bote. Abrió los ojos y se encontró con las vidriosas cuencas de la muerte devolviéndole la mirada.
No era mujer ni pez sino una cruza entre ambos. Tenía nariz, cabello y un rostro pero sus ojos eran vidriosos, escamas rodeaban sus mejillas y una lengua negra le asomaba de entre sus colmillos.
Ariel se dio cuenta que estaba bajo el agua y la rodeaban las criaturas que llamaban a este río su hogar, la tomaban de los brazos y piernas y la mujer pez le sostenía la cabeza. Ariel trató de zafarse. El poncho estaba mojado y pesado. Logró sacar un brazo y golpear a la criatura frente suyo. Era la primera vez que daba un puñetazo en su vida y encima lo hacia cansada y bajo el agua. Se sorprendió al descubrir que poseía la fuerza de un hombre adulto debido a la rudeza de los viajes junto al gaucho. El golpe destrozó la mandíbula de la sumpall. Se sentía pegajoso y quebradizo bajo sus nudillos. Ariel empujó a las demás sumpalles y salió del agua. Respiró por fin aire y buscó al gaucho y el bote. Este se había hundido más de la mitad y el gaucho estaba rodeado por las criaturas del río.
El gaucho se hundía en el océano de la sangre de su autoría. Los cadáveres de su victimas recobraron la movilidad y lo hundían en el carmesí, sujetándolo de brazos y piernas. El no ofrecía resistencia alguna. Se dejaba caer y ahogar en su pecado. No tenía causa verdadera, no era más que lo que le gritaban al oído, lo que retumbaba en los ladridos de los lobos negros, un asesino. Entonces oyó una voz que le gritaba ¡¡Levántese!! 
El gaucho se sentía con varios años menos y observaba al hombre que gritaba. Estaba postrado en una camilla tirada por una burra. Le gritaba no solo al gaucho sino a todos sus hombres.
“¡Vamos inútiles! ¡¿Que hacen ahí parados como imbéciles justo ahora que estamos tan cerca de la cima?!¡Miren! ¡¡Muévanse, barajo!!! “
El General ahora estaba enfrente de él y lo sostenía del brazo.
“¡¡Levántese, bruto!!“
La voz era clara y entendible pero ya no parecía la del General. Parecía la de Ariel. El gaucho abrió los ojos del todo y vio a Ariel tirando de su brazo, tratando de sacarlo del agua. 
- ¡¡Levántese, bruto!! 
Vuelto a la realidad, el gaucho se dio cuenta que  el bote se estaba hundiendo y que unos monstruos los habían rodeado y trataban de jalarlos hasta el fondo. Trabajando juntos, el gaucho se liberó de las garras, el movimiento enderezando el bote.
El gaucho reconoció a las criaturas. Eran los sompallwe de los que le había advertido Epunamun. Tenia entendido que seducían a los viajeros incautos pero el río hacía que los fantasmas de sus navegantes salieran a flote y los sompallwe se alimentaban de esa desesperación. 
El gaucho desenfundó el Anta Lluki y la alzó en el aire. La daga había sido creada con magia antigua y los sompallwe reconocieron su poder, huyendo asustados. Ariel creyó escuchar a la daga rugir. La ultima en retirarse fue la sumpall que había suplantado a su madre. La miró fijamente con esos ojos sin pupilas y luego se hundió en la oscuridad.


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